El morocho de Sueño Fácil de reconocer. Tez trigueña, pelo canoso, apuesto, educado, grácil, gentil. El morocho de Sueño Porteño de los domingos a la noche. Lo vi por primera vez en una reapertura de la milonga platense El Abrazo, había gente de Buenos Aires, algunos bailarines invitados por amigas con quienes tuve la suerte de compartir unas tandas y generar una amistad. Pero el morocho despareci...ó, como un fantasma. Nadie sabía quién era, sólo que era profesor de danzas folklóricas. No bailó conmigo, yo solo lo observé y me fascinó. Lindo morocho, pero lo que ponía en la pista era increíble. Por suerte lo redescubrí un domingo a la noche en la milonga de Boedo. Me quedé helada cuando lo vi. Andaba con una percha llena de camisas que de vez en cuando retiraba del guardarropa, y volvía del baño cambiado. Se peinaba un poco con las manos y tomaba un poco de champagne, o Coca Cola. Descansaba una tanda mientras todas las mujeres se abrían las venas con las uñas y no le quitaban los ojos de encima. ¿tendrían la suerte de que las sacara a bailar la próxima? Lo miré totalmente decidida, hasta que me saludó, me acerqué y le dije que lo había visto en La Plata, se acordó de la milonga y me dijo que había tratado de sacarme a bailar pero estaba lejos, y no se había dado cuenta de que en las milongas platenses el hombre se levanta para ir a buscar a la mujer, estaba oscuro para verse y yo siempre estaba bailando. Me quise morir. Se me estrujó el estómago, y sacando la YO intrépida de ese mal trago le pedí que me hiciera el honor de bailar con él alguna vez. “Con muchísimo gusto” me respondió. Me despedí pensando que había pedido poco y haciendo un mea culpa, fui a desangrarme a mi silla, muerta de frío por el aire acondicionado y enojada conmigo misma por mi estupidez. Tonta, tonta, estúpida. El tipo era un divino, si le hubiera pedido más, no se iba a negar, pero la verdad, en ese momento me abordó un sentimiento de necesidad. Necesitaba que él tuviera ganas de bailar conmigo, y no que asumiera un compromiso por educación. No me importaba si hacía lindo firuletes, en cambio, quería sentir lo que sentía él. Y desde el oscuro rincón que me había tocado compartir con unas amigas, lo vi ponerse de pie. Elegante, calmado, la frente alta, limpia, impecable en su postura, caminando lentamente hacia la pista con la agraciada beneficiaria de turno. L e sonrió amablemente, se notaba entre ellos una relación de amistad. Sin embargo, esa sonrisa no fue para ella. Fue su sonrisa interior dibujada en sus labios. Ese estado de beatitud que solo se puede tener cuando uno hace algo que ama con pasión. Cerró los ojos, los párpados relajados, la frente luminosa, y respiró, elevó el pecho como para volar. Dicen los que practican Qi Gong: la cabeza pende de una estrella. Su cabello gris estaba resplandeciente, su espalda derecha pero naturalmente alineada. Sus manos gentiles parecían sostener una burbuja a punto de estallar, y en su abrazo ofrendaba protección, seguridad, ternura, un dejo de sofisticada pasión escondida. Y digo ofrendaba, porque era una entrega total, como si fuera la última mujer del mundo, como si fuera lo único y lo más preciado que tenía. Concentrado absolutamente en la música, abrió los ojos y allí estaba su alma, corazón a cielo abierto, listo para morir sin pretender nada más. Se movió con soltura, casi flotando, conservando la postura pero sin descuidar su expresión sincera de placer, fluyendo a cada instante. La gente le hacía lugar mientras atravesaba la pista sin tocar a nadie. La expresión de su rostro mostraba su sentir con el tango. Se sabía la letra. Creo que alguien me sacó a bailar mientras miraba al morocho pero no estoy segura. Me tenía atrapada su imagen, su aura. No podía pensar en otra cosa. Por primera vez disfruté quedarme sentada. Podía distinguirlo entre la muchedumbre dondequiera que estuviera, y hasta me dio cierto temor, si me sacaba a bailar, de romper esa magia con alguna torpeza. Tanda tras tanda lo miraba discretamente, y por primera vez, sentí un poco de pudor. Morocho,¿de qué nube te caíste? ¿Dónde quedó tu materia que sólo veo formas de luz? Ni sé dónde pisaba cuando bailaba. No recuerdo qué cara tenían los hombres que bailaron conmigo. Creo que me despabilé en la tanda de rock porque no me quedó otra, o hacer un papelón de magnitudes importantes. Y en un cruce de pasillo, mientras charlaba con un amigo, lo vi detrás de él. Interrumpí la conversación y salté delante de mi amigo para alcanzar al morocho. Mi amigo, que todo lo comprende, sonrió y se retiró un poco. “Me harás el honor de bailar conmigo?”le pregunté. ¡¡ Le pregunté!! ¡¡Cómo fue que hice eso!! Insistir es de regalada. Y bueno. Le regalo mi vida, pensé, no me importa nada. Con su cuarta o quinta camisa limpia y la Coca Cola en la mano me miró con sus ojos oscuros y con un tono apenado me dijo “ay gordita, perdonaaaaame, es que prometí ahora la tanda de Pugiese a una amiga y después me tengo que ir, ¿me perdonás?”.¡¡Nnnnnnnnnnoooooooo!! ¡¡ La tanda de Pugliese y luego se va!! ¡Qué hago, asesino a sus amigas? Rápido, mente mía, un recurso, la cara me vende, me quiero matar, adiós morocho, adiós sensaciones, no se me ocurre nada, nada. ”No por favor, nada que perdonar, otra vez será”…qué le iba a contestar. Y ahí me quedé, Pugliese sentada, porque para bailar mal Pugliese prefiero nada. Hubiera sido mortal, Pugliese con el morocho. Yo que soy una rea, una insolente, una insensata, una jugada, ahí estaba, llorando mi desgracia. No sé cuánto tiempo pasó, supongo que la tanda entera, y yo desmoralizada como una novia plantada en el altar, lugar por el que por cierto, nunca pasé. Mientras me acomodaba el abrigo como una viejecita, congelada de pies a cabeza con el maldito aire acondicionado, una de mis amigas me dijo “el morocho está parado atrás tuyo, mesa por medio, y te está mirando para sacarte a bailar”. “No- le dije- el morocho se iba”. “Está ahí atrás y te mira, boluda”. Me di vuelta y allí estaba, tomando su Coca Cola, sacándome a bailar. Traté de salir a la pista caminando y no volando, él venía detrás saludando gente. Se pasó la noche saludando gente. Cuando llegamos a la pista le pregunté “¿vos no te ibas?”. “Sí, pero este tango me puede”. Creo que se me notó algo así como que se me cayó el corazón, algo como desilusión, porque en seguida agregó muy oportunamente “y además no te iba a dejar así…vos venís de La Plata ¿no?”…¿Así cómo? ¿desesperada, desolada, abrumada, aburrida, atontada, embobada? ¿Adónde se fueron mi entereza, mi armadura de acero, mi kung fu, mis mantras, mis cadenas de fuego, mis tacos de titanio, mis faldas de teflón, mi mente superior y todas sus pavadas?”Siiiiiiiiii…-dije tímidamente (¿tímidamente?)-muchas gracias por sacarme a bailar, me gusta mucho tu estilo”. Después de todo, yo quería sentir como él y era mi oportunidad. ¡Auch! Y entonces, sólo esperó, cerró los ojos y supe que estaba escuchando, y el vórtice de energía comenzó a girar. Todo desapareció, la luz que salía de su cuerpo me inundó. Respiró y pude sentir la pasión que él sentía. Su corazón se convirtió en una cuna, en un mar, en una lluvia torrencial. Su pecho se irguió y me llevó a salvo a través del mundo, con decisión pero con delicadeza. Sus ojos registraban el entorno pero volvían a mí en cada paso, y en cada pausa me arrullaba en su abrazo, para dejarme brillar en un adorno. Él se convirtió en mi héroe y yo en su princesa. Su silencio se rompía solo para respirar, para dejar pasar un latido. La letra del tango le araba la piel y la emoción le humedecía los ojos. No pude hacer otra cosa que cerrar los míos y abrirme a su energía, que me atravesó y me llevó a otra dimensión. Olvidé tragar saliva, respirar; olvidé que era madre, hija, ex esposa, ex novia, empleada, Cenicienta; me abandoné a mi suerte como un bambú al viento. Me desprendí de todas mis cosas, de todos mis pensamientos, de todos mis afectos, de mis tristezas, de mis desarraigos, de mis errores, de mis dolores…¿será como esto eso de ir hacia la luz? Suena así de conocido. Terminó el tango. “Amo este tango” me dijo. No sé cómo se llamaba. Nunca lo había escuchado. Tampoco le pregunté. No recuerdo cómo era, no sé lo que decía la letra. Tampoco sé cómo se llama el morocho. No he vuelto a Sueño Porteño, pero todos los días me acuerdo de lo que sentí esa noche. Morocho, no me podía morir sin bailar con vos. Gracias, gracias por toda la eternidad.
“No te inquietes…” Me he mudado muchas veces de casa, de ciudad, de cuerpo…y en todos he dejado parte de mí. Partes que ya no quería, que ya no me servían. Partes que amaba pero que ya no podía arrastrar en las idas y vueltas. Cuando era chica, he llorado a mis amigos, mis lugares preferidos, mis libros, mis rincones de bienestar y hasta los que me han hecho mal. Me he abrazado a las paredes para que no me apartaran de su cobijo y cerrado tras de mí las puertas con una tristísimo sensación de dejar todo en el abandono. ¿Qué sería de ese lugar sin mí? Millones de extensiones protoplasmáticas que salían de todos mis poros se quedaban pegadas a los muebles, a las ventanas, a todas las cosas. Como elásticos de nylon, tiraban de mi piel, de mis uñas, de mis córneas. Sentía un indescriptible dolor en el pecho, en la boca del estómago, en la frente, debajo del ombligo, como si me arrancaran lo órganos. La garganta enferma por no poder tragar la situación, estreñida y convertida en una columna de huesos rellenos de cemento que no me dejaba pasar la saliva ni el aire. Una mano prendida al picaporte de la puerta cancel y la otra que tiraba hacia fuera, ya, ahora, un afuera desconocido otra vez. Los pies pesados, pegados al piso que me vio pasar tantas veces al colegio, a comer, a la calle. Pies quemados de tanto andar, pies sin un rumbo ni meta final. ¿Me recordarían cuando no estuviera? Cuando crecí, me di cuenta de que era inevitable, mi vida iba a ser siempre así, y mejor que me acostumbrara. Algunos dolores y sensaciones de desarraigo siempre me inundaron, pero aprendí a cambiar de actitud. A acomodarme donde fuera, como fuera, y a pensar mejor en lo que vendrá que en lo que dejaba. Y con el paso de los años empecé a deshacerme de esas partes que ya no me servían o que ya no quería. Sin embargo, el trabajo de amoldarme a lo nuevo me agotaba. Sentía que siempre tenía que rendir un nuevo examen. Otra vez hacerme conocer y construir una nueva vida con las herramientas que me habían quedado en esa maleta que traía colgando de la espalda desde que nací. Mi mamá me contó que cuando me llevaba en la panza, viajó en avión en tramo entre Río Gallegos y Ushuaia. Y como si mi destino hubiera estado signado por ese viaje, mi nacimiento en Tierra del Fuego los retuvo solo unos meses. Dejaron atrás el frió sureño y la ciudad en la bahía, a la que nunca más volví. Y me acostumbré a no volver. Con el paso de los años la historia se repitió, pero empecé a viajar un poco más liviana, sin tanto extrañamiento, sin tanta raíz , sin tanta cosa que trasladar ni tanto que lamentar. Me di cuenta de que uno no tiene espacio para todo y que algunas cosas tienen que salir para que entren las que están esperando turno para cambiarnos la vida en algún aspecto. Empecé a ver que en cada lugar que quedaba vacante comenzaba a consolidarse un halo de energía, que luego iba tomando forma hasta convertirse en algo nuevo. Muchas veces parecía nuevo, pero en realidad era algo que había dejado sin resolver con una forma distinta. Entendí que no se pueden dejar las cosas colgando, que hay que decidir, crear un final, o las cosas nos persiguen para que las terminemos de enterrar. La milonga fue el catalizador que plasmó en la realidad un montón de teorías de la vida que los analistas pasan años predicando, hasta que el paciente se convierte en un “alquilador de oídos”. De abrazo en abrazo, como de casa en casa. De milonga en milonga como de ciudad en ciudad. Del tango al vals, y a la milonga, y a otra tanda, como de un asunto a otro, afinando el paso y siguiendo el compás. Cambiar de compañero, de mesa, de rincón. Reír con unos, llorar con otros. Conocer historias de solos y solas, de abandonados, de enamorados, de esperanzados, historias como las mías, como las de todos. Una tanda de amor tanguero y a otra cosa. Una tanda de diversión milonguera y a la silla. Una tanda de vals glamoroso y adiós. Como en la vida. Tandas, con algunas cortinas musicales para respirar entre una y otra. Una se puede quedar a esperar la próxima con la expectativa y la curiosidad, dispuesta a atajar lo que venga con el nuevo compañero. Un nuevo paso, una marca destinta, un perfume diferente. Decodificar los movimienots de su torso como si fueran oleadas de cosas de la vida, y ser capaz de resolverlas con elegancia, con desenfado, sin pensar qué vendrá después. Y si falla, y puede fallar, vale. Vale divertirse sin la angustia del error, dejar atrás la mala noche para esperar la próxima, dejar el psicólogo para ir a bailar, dejar el cardiólogo para ir a abrazase, dejar el alergista para ir a respirar la nube de polvillo que levantan los bailarines, dejar la piel en casa para ponerse la pilcha, dejar el espejo para sacar otra persona de adentro. Ignorar los juanetes para ponerse los tacos, obviar los rollitos para calzarse un vestido, dejar los platos para lavar mañana y dejar de moverse como una ballena en la arena para sentirse como pez en el agua. Si cada tres tangos se puede cambiar de abrazo, se paso, de perfume, de conversación, de historia, de corazón, de estilo, de intención, de vivencia, cada tanto, no puede ser tan difícil mudarse. Los franceses dicen “iquietes pas, est un tango”. ///////////////////////
Ana Peirano ______________________________________________ | | |
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